miércoles, 19 de marzo de 2014

19 de Marzo de 2014

  ¡Hola! Otra semanita más por estas tierras chilenas con gran fin de semana incluido. Antes que nada, y aunque no sea muy de estos asuntos, quiero felicitar a todos mis familiares y amigos llamados José o que son Papás, pero especialmente quiero felicitar a Juanito, que es como he estado llamando a mi padre en esta última etapa de convivencia que disfrutamos antes de partir a donde hoy nos encontramos. Felicidades por ser como eres y mantener ese espíritu joven y positivo que tanto me contagia, por estar siempre dispuesto a ayudar a los demás, por lo poco rencoroso que eres, por ser tan proactivo, por no dejar de aprender nunca, por estar a gusto contigo mismo, por vivir tu fé y tus ideas a tu manera, sin cortapisas doctrinarios, felicidades por tanto bueno aprendido de ti y que espero seguir aprendiendo, genio y figura, como dicen aquí, te pasaste. Te añoro mucho, y a ti también Juanita, pero es el día del padre, ya te tocará.

  Después de este breve pero intenso inciso, os cuento. El viernes en la mañana fui con Julián, el nuevo integrante de la casa de Camilo y con el que hemos hecho muy buenas migas, a buscar un coche que habíamos alquilado para el fin de semana, ya que íbamos de excursión, éramos ocho, y Camilo sólo podía disponer de un auto. Después de un agradable paseo por el Parque Bustamante, cruzamos el Mapocho por el puente del Pío Nono y giramos por Bellavista, que es donde se encuentran las oficinas en las que habíamos reservado el aparato en cuestión. Después de su correspondiente cola, porque como debe ser, aquí la gente hace sus gestiones con calma, rellenamos el contrato, le dimos al tipo nuestra documentación, y tras hacerle al Nissan escogido su correspondiente revisión, nos entregaron las llaves del mismo.

  Fuimos hasta Juan Godoy, rebautizada en los últimos tiempos como Juan Gozón, y que si no lo he dicho antes, es la calle donde se ubica la casa del Camilo y ya también del Julián, y allí se bajó este último, tras lo cual me dispuse a realizar mi primera incursión santiaguina al volante. He de decir que me la esperaba peor, pero no se si fueron las ganas que tenía de probar o que ya voy conociendo como moverme por aquí con eso de andar en bici, pero lo cierto es que fue bien la cosa. Llegué hasta la puerta de mi casa tras una vueltecita, y el amable Don Manuel, uno de los conserjes que trabajan en el edificio, me hizo hueco en la misma puerta de casa para que estacionara el vehículo. Subí a casa, almorcé algo, bajé al super a abastecernos para el fin de semana y en un rato estaban David y Juana en la puerta de casa para que saliéramos en busca de Bea, previa parada en Juan Gozón para sumar a Julián a la expedición. Llegamos al hospital donde trabaja Bea, y al minuto salió por la puerta, pero a Camilo y a Gina les quedaba como una media hora por llegar, así que nos paramos en un bar a tomarnos unas chelas para hacer tiempo. ¡Ah! Se me olvidaba decir que con ellos venía Dylan, nuestro querido amigo cuadrúpedo. Ni que decir tiene que ya de noche y saliendo a carretera, le traspasé los poderes a Julián para que nos llevara por buen camino hasta el poblado de Chocota, a la casa de la playa de la familia Kraljevich-Chadwick. El viaje demoró mas de lo previsto, ya que unas graciosas obras, llevadas a cabo por una graciosa empresa, como no, española, tenían formado un taco de grandes dimensiones, por lo que a las dos horas que suelen tardarse, tuvimos que sumarles como una hora y media más.

  Así pues, después de un pesado pero tranquilo viaje, llegamos al final de la calle Punta Brava del mencionado poblado, la cual desemboca en un acantilado inmerso en el Océano Pacífico, y allí apareció ante nosotros una bonita y acogedora cabaña levantada sobre una estructura de madera, y construida del mismo material, al parecer por el propio Camilo y su familia, con la ayuda de un maestro albañil. Descargamos las cosas, repartimos los dormitorios, y como no, nos pusimos a prender la parrilla para su asado de rigor. A pesar de lo cansados que estábamos, la buena onda que teníamos al haber llegado a semejante remanso de paz lejos del bullicio de Santiago, nos tuvo despiertos hasta pasadas las cuatro de la madrugada. Ahora que lo pienso creo que también ayudó la hoguera que hicimos, ya que hacía un fresquito considerable.

  A la mañana siguiente despertamos temprano y para nuestra felicidad, Gina estaba terminando una fuente de arepas para el desayuno. Las arepas son como una masa de maíz aplastadita y redondeada que se hace frita o tostada y a la que se le suele agregar queso, mantequilla... Nos encantaron a Bea y a mi, tanto que la mañana siguiente, Gina se despertó mas tarde y las hicimos nosotros. Bueno, a lo que iba, ya de día pudimos apreciar mejor donde nos encontrábamos, en una aldeucha de calles de tierra y arena, conformada por casitas de madera de fabricación artesanal, ubicada en uno de los pequeños salientes del interior de la “Bahía de Ventanas”, que no es la de Cádiz, pero nos sirvió. Cómo echaba de menos el mar, su olor, su brillo, sus colores, su ruido, creo que hasta ese momento no me había querido dar cuenta. Tras el desayuno nos fuimos a otro poblado llamado Horcón, un poco más evolucionado que Chocota, pero a tan sólo cinco minutos en coche y con una playita llamada como no, “Caleta Horcón”. El pueblo es un hervidero de hippies, caminantes sin rumbo fijo, músicos, vendedores ambulantes, borrachines amigables, perros de todos los colores, y para mi sorpresa, había pelícanos. El Dylan estaba como loco en semejante escenario, y nosotros cerveza en mano, nos dispusimos a disfrutar del sol y de la idiosincrasia del lugar. A unos pocos metros de nosotros, una barquilla adornada con hojas de palma y flores, hacía las veces de coche de caballos para un par de novios, mientras una pareja de curtidos percherones se afanaba en sacar una barquilla pesquera de la orilla, y detrás nuestra un tipo y su guitarra le ponían la banda sonora a la escena. Maravilloso. Allí estuvimos hasta que se empezó a ir el sol y, jugo de piña en mano, por supuesto natural, nos volvimos a la casa. Jugamos a las cartas, tomamos unos vinos, salimos a buscar leña y como no, encendimos la parrilla, eso sí, esta vez hicimos pescado. Una vez más, y como no, con su fogata correspondiente, nos dieron las tantas de la madrugada.

  El domingo, tras degustar las arepas que nombré con aterioridad, nos fuimos a la cala que quedaba justo abajo de la casa, y la verdad es que estuvimos de vicio, sólos, ataviados con una sombrilla, varias cervezas y un juego de cartas. Echamos allí varias horas, tras las cuales nos subimos a comer, y para nuestro goce y disfrute, Camilo y Gina se subieron un poco antes para ir adelantando la comida. Almorzamos, jugamos cartas algunos, y otros descansaron, y ya a eso de las ocho de la tarde y para nuestra desgracia, partimos de vuelta al caos de la gran urbe.

  La semana ha discurrido con tranquilidad, Bea trabajando, yo buscando faena y haciendo las labores del hogar, y sin darnos cuentas ya estamos a miércoles, así que de nuevo esta noche pisaré los terrenos de juego chilenos. ¡Huy! Se me iba olvidando comentar que me reencontré la semana pasada con Álvaro, compañero de carrera que ha venido a Chile a buscarse la vida y al que no veía desde hace años, me dió mucha alegría y hemos tomado ya alguna que otra junto con su amigo Miguel, que le acompaña en semejante empresa, y como no, ya estamos preparando un asado para este viernes...


  Continuará...



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