Hola, otra semana más en territorio
sudamericano, y como no, salpicada de asados, sangrías y eventos
varios. Eso sí, para no volver a tiempos pasados ya me he apuntado
en un gimnasio, y no voy solo, voy con Camilo, que tampoco debe
volver a manejar ciertas siluetas... Ir con alguien a hacer ejercicio
es mucho mas agradable. Pero a lo que voy, hoy no quiero dejar
constancia de eventos sino de sentimientos. A un mes y medio de
nuestra llegada me encuentro reflexivo.
Breve es aun el tiempo que llevamos
aquí, y si bien es cierto que estamos felices y sin síntomas del
síndrome del expatriado, no es menos cierto que ya echo de menos un
sinfín de cosas. Echo de menos a mi familia en primer lugar, a mis
padres, con los que he tenido la suerte de convivir medio año (no se
si pensarán lo mismo...), a mi hermano, que si bien lo veía poco
porque vive en un pueblito de Badajoz, era mas agradable saber que lo
tenía a un par de horas, y a todos mis familiares allegados, entre
los que destaca mi abuela, que me han dado tanto cariño siempre a
cambio de tan poco, soy el más descastado del mundo, pero los
quiero. Uffff, creía que iba a ser más fácil. Pero continúo. ¿Qué decir de mis hermanos escogidos? Como echo de menos a ese pintor vago
con tendencias bohemias y con un corazón más grande que su
colección de cuadros. Y que decir del gran ortiguilla, ese que me
pilla las vueltas con tan solo mirarme a los ojos, ese que contiene
en su ser el alma más fuguilla de los gaditanos. Y ese surfero con
aires de Peter Pan por el que no pasan los años. Detrás de todos estos vienen un incontable número de personas que nos han dado mucho,
noches de Café de Levante, Rusa Blanca o local de ensayo; tardes de
Isleta, grandes momentos en Las Viandas, días de fútbol, noches de
Colonial, Cambalache o cinefórum; y como no, días de oficina y
horas y más horas de callejeo carnavalesco. Todas esas personas que
componen el mosaico de nuestras maravillosas vidas. Echo de menos
incluso a la gente de Bea, tengo una suegra maravillosa, luchadora,
madre aguerrida, leal, sincera y familiar, ya lo sabía antes de
venir aquí, pero no sabía que la iba a echar tanto de menos.
Gracias por tanto Rosa. Y gracias como no, por traer a Bea al mundo y
por ser uno de los pilares que la han convertido en tan estupenda
mujer.
Echo de menos caminar junto al mar,
en el día o en la noche, con la intensa luz de Cádiz en los días
soleados, o con la melancólica y bucólica luz de los días de
temporal, en los que las olas luchan contra los elementos del hombre,
bloques de hormigón, playas a las que nunca se les acaba la arena,
muros imposibles... Los olores de Cádiz, a bajamar, a algas, a
churros en los alrededores del mercado, o a chicharrones si es
mediodía, el del puchero de la vecina... Echo de menos los molletes
con aceite y jamón que me ponía últimamente el Salvi y que
anteriormente me ponían el Jesús o el gran chivato que es el Cuca.
El jamón propiamente dicho, el pescaito frito, saludar a los
comerciantes del barrio a los que muchos de ellos conozco desde niño.
El falla y su COAC, con lo bueno y con lo malo, esa Caleta en bajamar
al atardecer, en donde he pasado muchos de los mejores momentos de mi
vida; ese mismo rincón en la noche con una cerveza compartida entre
amigos. Los conciertos de los Vivos, ese bullicioso centro por las
mañanas, caminar de noche por sus callejuelas, las tapas, la
familiaridad con los vecinos, la armónica del afilador, los gritos,
de los niños o de los butaneros, la gente pescando en las
balustradas, los barquitos campando a sus anchas con el mar como un
plato en la Bahía, los bocatas de tortilla, el ingente número de
celebraciones gastronómicas con plato de regalo para el que tenga la
paciencia de aguantar las colas, la Cruzcampo, esa infernal calle
Sacramento en las mañanas... Echo de menos hasta a los canis del
barrio. Eso si, a la Teo y sus compinches aún no los echo en falta.
Ahora bien, aunque se me escapen
unas lagrimitas (y no de pollo precisamente), me parece maravilloso
tener estos sentimientos, me hacen sentir vivo, me hacen sentir mis
raíces, me hacen valorar aun más los pequeños detalles que he
dejado a un lado por un tiempo, pero que seguirán ahí a nuestra
vuelta.
Después de esta lista de recuerdos,
en la que seguro me dejo a personas y lugares, que no se han ido de
mi memoria, sino que están latentes; toca hacer repaso de todo
aquello que está enriqueciendo mi vida y que de no haber dado este
enorme paso, me lo habría perdido.
Como no, toca empezar por la gente,
en primer lugar me encanta como nos ha acogido el Camilo, y por
extensión, su gente. Padres, amigos, tíos... Además no sé si todos
los chilenos serán así, pero los que estamos conociendo están a la
altura del más cargante de los gaditanos, les encanta dar carguita,
y a mi me gusta que sean así, aun siendo muchas veces el blanco de
sus sornas, porque me hacen sentir como en casa. Me encanta lo
relajada que se toman la vida, menos cuando conducen... Son cálidos,
cabezotas, familiares, bebedores, auténticas limas sordas a la hora
de comer, cariñosos, habladores, exagerados y truhanes.
Me encanta el olor de la feria, a
verdura fresca y a flores, lo amablemente que te saludan en los
comercios a pesar de ser una gran urbe, lo agradable que son los
conductores del metro dando mensajes por megafonía o las variadas
conversaciones con los taxistas. Me encantan los asados
interminables, el persa o bío bío, la facilidad con la que te abren
las puertas de sus casas y te invitan a sentarte a sus mesas. Me
encanta como tratan a los niños, relajados, no como en España que
cada vez están mas sobreprotegidos. Me encantan los vendedores de
comida ambulantes, las calles agrupadas por gremios, la calle de las
bicicletas, la de los libros, la de las tiendas de celulares, la de
ropa, la de las imprentas... Me encantan sus bocadillos, son unos
maestro para eso, y que decir de las empanadas. La infinidad de
palabras propias que pueblan su acervo, y a las que en breve quiero
dedicarles una sección especial en el Blog. El pisco sour, el vino
chileno, la vida interior de los autobuses urbanos, en los que
aparecen músicos, vendedores pregonando, señoras que se pasan el
camino haciendo ganchillo o macramé, y raterillos de tres al cuarto
en busca de un incauto al que urtarle el celular. Las botillerías,
la tolerancia al ruido de la juerga de los fines de semana o
festivos. Y las vistas de los Andes, que están ahí, abrazándonos.
Si bien es obvio que esto, como todo
en la vida, tiene también sus cosas malas, he de decir que las
buenas las superan con creces. Si están pensando en dar un paso
similar al que hemos dado nosotros, no lo duden, salten sin mas. Y no
hagan caso de las malas experiencias, disfrutar o sufrir de una cosa
así, es básicamente una cuestión de actitud. Con la mente abierta
y dispuesta a nutrirse, seguro que será una grata experiencia. Vayan
a vivir donde vive la gente normal, y no a los barrios altos de
pegatina de los mundos de gomilandia, que se fabrican en serie para
todo el planeta y en los que todo es tan impersonal. En la ciudad
verdadera hablará más con sus vecinos y se sentirá más cálido.
Compre donde compran ellos, las imitaciones de los hipermercados
europeos son caras y seguramente os defraudará su calidad, las
ferias son baratas y de una calidad excelente. Compre el pan en la
tiendita de la esquina, vaya al bar del barrio y déjese de
multinacionales. Respete a la gente y sus costumbres y no olvide un
refrán que viene muy a cuento: “Donde fueres, haz lo que vieres”.
Continuará...
Ehhh Chivato, parece que te voy a cobrar derechos por usar mi nombre en tus entradas, jaja Abrazos.
ResponderEliminarGrande juaqui!!!
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