lunes, 17 de febrero de 2014

17 de Febrero de 2014

  Hola, otra semana más en territorio sudamericano, y como no, salpicada de asados, sangrías y eventos varios. Eso sí, para no volver a tiempos pasados ya me he apuntado en un gimnasio, y no voy solo, voy con Camilo, que tampoco debe volver a manejar ciertas siluetas... Ir con alguien a hacer ejercicio es mucho mas agradable. Pero a lo que voy, hoy no quiero dejar constancia de eventos sino de sentimientos. A un mes y medio de nuestra llegada me encuentro reflexivo.

  Breve es aun el tiempo que llevamos aquí, y si bien es cierto que estamos felices y sin síntomas del síndrome del expatriado, no es menos cierto que ya echo de menos un sinfín de cosas. Echo de menos a mi familia en primer lugar, a mis padres, con los que he tenido la suerte de convivir medio año (no se si pensarán lo mismo...), a mi hermano, que si bien lo veía poco porque vive en un pueblito de Badajoz, era mas agradable saber que lo tenía a un par de horas, y a todos mis familiares allegados, entre los que destaca mi abuela, que me han dado tanto cariño siempre a cambio de tan poco, soy el más descastado del mundo, pero los quiero. Uffff, creía que iba a ser más fácil. Pero continúo. ¿Qué decir de mis hermanos escogidos? Como echo de menos a ese pintor vago con tendencias bohemias y con un corazón más grande que su colección de cuadros. Y que decir del gran ortiguilla, ese que me pilla las vueltas con tan solo mirarme a los ojos, ese que contiene en su ser el alma más fuguilla de los gaditanos. Y ese surfero con aires de Peter Pan por el que no pasan los años. Detrás de todos estos vienen un incontable número de personas que nos han dado mucho, noches de Café de Levante, Rusa Blanca o local de ensayo; tardes de Isleta, grandes momentos en Las Viandas, días de fútbol, noches de Colonial, Cambalache o cinefórum; y como no, días de oficina y horas y más horas de callejeo carnavalesco. Todas esas personas que componen el mosaico de nuestras maravillosas vidas. Echo de menos incluso a la gente de Bea, tengo una suegra maravillosa, luchadora, madre aguerrida, leal, sincera y familiar, ya lo sabía antes de venir aquí, pero no sabía que la iba a echar tanto de menos. Gracias por tanto Rosa. Y gracias como no, por traer a Bea al mundo y por ser uno de los pilares que la han convertido en tan estupenda mujer.

  Echo de menos caminar junto al mar, en el día o en la noche, con la intensa luz de Cádiz en los días soleados, o con la melancólica y bucólica luz de los días de temporal, en los que las olas luchan contra los elementos del hombre, bloques de hormigón, playas a las que nunca se les acaba la arena, muros imposibles... Los olores de Cádiz, a bajamar, a algas, a churros en los alrededores del mercado, o a chicharrones si es mediodía, el del puchero de la vecina... Echo de menos los molletes con aceite y jamón que me ponía últimamente el Salvi y que anteriormente me ponían el Jesús o el gran chivato que es el Cuca. El jamón propiamente dicho, el pescaito frito, saludar a los comerciantes del barrio a los que muchos de ellos conozco desde niño. El falla y su COAC, con lo bueno y con lo malo, esa Caleta en bajamar al atardecer, en donde he pasado muchos de los mejores momentos de mi vida; ese mismo rincón en la noche con una cerveza compartida entre amigos. Los conciertos de los Vivos, ese bullicioso centro por las mañanas, caminar de noche por sus callejuelas, las tapas, la familiaridad con los vecinos, la armónica del afilador, los gritos, de los niños o de los butaneros, la gente pescando en las balustradas, los barquitos campando a sus anchas con el mar como un plato en la Bahía, los bocatas de tortilla, el ingente número de celebraciones gastronómicas con plato de regalo para el que tenga la paciencia de aguantar las colas, la Cruzcampo, esa infernal calle Sacramento en las mañanas... Echo de menos hasta a los canis del barrio. Eso si, a la Teo y sus compinches aún no los echo en falta.

  Ahora bien, aunque se me escapen unas lagrimitas (y no de pollo precisamente), me parece maravilloso tener estos sentimientos, me hacen sentir vivo, me hacen sentir mis raíces, me hacen valorar aun más los pequeños detalles que he dejado a un lado por un tiempo, pero que seguirán ahí a nuestra vuelta.

  Después de esta lista de recuerdos, en la que seguro me dejo a personas y lugares, que no se han ido de mi memoria, sino que están latentes; toca hacer repaso de todo aquello que está enriqueciendo mi vida y que de no haber dado este enorme paso, me lo habría perdido.

  Como no, toca empezar por la gente, en primer lugar me encanta como nos ha acogido el Camilo, y por extensión, su gente. Padres, amigos, tíos... Además no sé si todos los chilenos serán así, pero los que estamos conociendo están a la altura del más cargante de los gaditanos, les encanta dar carguita, y a mi me gusta que sean así, aun siendo muchas veces el blanco de sus sornas, porque me hacen sentir como en casa. Me encanta lo relajada que se toman la vida, menos cuando conducen... Son cálidos, cabezotas, familiares, bebedores, auténticas limas sordas a la hora de comer, cariñosos, habladores, exagerados y truhanes.

  Me encanta el olor de la feria, a verdura fresca y a flores, lo amablemente que te saludan en los comercios a pesar de ser una gran urbe, lo agradable que son los conductores del metro dando mensajes por megafonía o las variadas conversaciones con los taxistas. Me encantan los asados interminables, el persa o bío bío, la facilidad con la que te abren las puertas de sus casas y te invitan a sentarte a sus mesas. Me encanta como tratan a los niños, relajados, no como en España que cada vez están mas sobreprotegidos. Me encantan los vendedores de comida ambulantes, las calles agrupadas por gremios, la calle de las bicicletas, la de los libros, la de las tiendas de celulares, la de ropa, la de las imprentas... Me encantan sus bocadillos, son unos maestro para eso, y que decir de las empanadas. La infinidad de palabras propias que pueblan su acervo, y a las que en breve quiero dedicarles una sección especial en el Blog. El pisco sour, el vino chileno, la vida interior de los autobuses urbanos, en los que aparecen músicos, vendedores pregonando, señoras que se pasan el camino haciendo ganchillo o macramé, y raterillos de tres al cuarto en busca de un incauto al que urtarle el celular. Las botillerías, la tolerancia al ruido de la juerga de los fines de semana o festivos. Y las vistas de los Andes, que están ahí, abrazándonos.

  Si bien es obvio que esto, como todo en la vida, tiene también sus cosas malas, he de decir que las buenas las superan con creces. Si están pensando en dar un paso similar al que hemos dado nosotros, no lo duden, salten sin mas. Y no hagan caso de las malas experiencias, disfrutar o sufrir de una cosa así, es básicamente una cuestión de actitud. Con la mente abierta y dispuesta a nutrirse, seguro que será una grata experiencia. Vayan a vivir donde vive la gente normal, y no a los barrios altos de pegatina de los mundos de gomilandia, que se fabrican en serie para todo el planeta y en los que todo es tan impersonal. En la ciudad verdadera hablará más con sus vecinos y se sentirá más cálido. Compre donde compran ellos, las imitaciones de los hipermercados europeos son caras y seguramente os defraudará su calidad, las ferias son baratas y de una calidad excelente. Compre el pan en la tiendita de la esquina, vaya al bar del barrio y déjese de multinacionales. Respete a la gente y sus costumbres y no olvide un refrán que viene muy a cuento: “Donde fueres, haz lo que vieres”.


  Continuará...



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